Queremos hacer creer que el miedo no nos asusta, que todo acaba desapareciendo, que las miradas nos atacan como garras en las mañanas. Y que, a pesar de ello, somos duros, fuertes y podemos con todo, que si hay un muro en nuestro camino lo derrumbaremos, cuando en realidad nos engañamos y nos derrumbamos. Queremos hacernos creer que, si a ellos les afecta, a nosotros no nos pasará lo mismo, que somos duros, fuertes y podemos con ello.
Es tal el miedo aferrado a nosotros que nos desvanecemos como hojas quemadas en las manos de las sombras de nuestro ser. Es tal la confusión y parecer... lágrimas secas, labios ensangrentados, cuerpos fríos... Vamos de un lugar a otro en busca de una salida que nunca habrá. Pensamos que, si evitamos el miedo, no volveremos a temer. Pensamos que somos invencibles cuando cada vez que nos hacemos creer eso decaemos... más... y más... y más.
Más son los miedos cuanto más conocemos la vida que nos es arrebatada, arrebatada por nuestros propios males y arrebatada por nuestros malos pensamientos, malas indicaciones.
Más males van en busca de nuevas almas que nos son quitadas. Más son los llantos escuchados en las camas. Los miedos se van con otros miedos, por lo tanto nunca se desvanecen, se acrecientan. Cada vez son más fuertes y más son las almas que necesitan. Recurren a nosotros porque somos débiles y no podemos con ellos. Males son los que fabricamos. Males somos nosotros (Anaïs Cuenca. 4º D).
(...) Reikiavik, un combate en toda regla que recrea el duelo que se desarrolló en el verano frío y lluvioso de 1972 de la capital islandesa entre el entonces campeón del mundo de ajedrez, el soviético Borís Spassky y el retador norteamericano, Bobby Fischer.
Más allá de un combate de piezas blancas contra negras, Reikiavik es la historia de dos genios que ponen en juego muchas partidas, no solo la suya, sino también la de dos potencias enfrentadas, Estados Unidos contra la Unión Soviética, la libertad frente a la dictadura, que van tensando la cuerda en torno a ese tablero de un juego que quieren ganar a toda costa. (...)
Esta historia persigue a Mayorga desde hace tiempo. Era un niño entonces, pero recuerda las noticias y las imágenes en torno a ese duelo. Años más tarde, reflexionó sobre lo que ocurriría si esos dos genios, acompañados por equipos de entrenadores deportivos y religiosos, la presión de madres y esposas y el interés inusitado de los políticos de ambos bandos, se enfrentaran a la misión de defender unos días las piezas blancas y otros las negras, en una suerte de ruleta rusa.El foco mundial estuvo puesto en Reikiavik esos días en los que se celebró el Campeonato Mundial de Ajedrez, una suerte de miniatura de la Guerra Fría que se libró en ese verano ventoso en Islandia. “No vengo a ganar una guerra; vengo a una fiesta del ajedrez” advirtió, no sin mucho éxito, Spassky ante ese circo mediático y político. Tras mes y medio de un juego plagado de conflictos y tensiones, se rindió por teléfono y Fischer se alzó como el gran campeón de los tableros (...)
Y ahí están sobre las tablas dos hombres misteriosos, fanáticos del ajedrez, Bailén (Daniel Albadalejo) y Waterloo (César Sarachu), quizás un ejecutivo con pocas ganas de regresar al domicilio conyugal y un profesor jubilado, que se retan en un parque cualquiera, ante un tablero también desfigurado por el tiempo, y unos días juegan a ser Spassky y otros Fischer. Ese día, la última partida la juegan delante de un joven estudiante (Elena Rayos), testigo excepcional del combate, que elige no presentarse a un examen final con tal de contemplar ese rifirrafe emocional, doloroso, pero también feliz, entre dos hombres que recuerdan la gloria del campeonato de Reikiavik. Emulando la simetría radical del ajedrez, la dama negra contra la blanca, las piezas en un lado y en otro, Mayorga ha organizado en escena la simetría de dos mundos, el soviético y el norteamericano, Spassky y Fischer, con una proliferación de voces y personajes que desfilan a lo largo de la representación: psiquiatras, analistas, técnicos del tablero, Kissinger, el Sóviet Supremo, la madre del ajedrecista nacido en Chicago o la mujer del jugador ruso. Una gorra o un sombrero, unos pendientes, una bufanda o unas gafas.
Con esos elementos y la confianza del espectador, Mayorga va dando paso a una historia apasionante en la que los dos actores van representando a los diferentes personajes. “La fuerza enorme del teatro es la de que un actor sea capaz de construir todos esos personajes solo con un objeto. Ahí está el virtuosismo de estos dos magníficos actores con autoridad y capacidad de proponer ese pacto al espectador. Frente al tópico de que el espectador se come el jarabe a cucharadas, la verdad es que quiere ser respetado y disfrutar descifrando una inteligibilidad”, asegura.
La memoria y la imaginación, elementos clave del ajedrez, descansan también en Reikiavik. Un único escenario al aire libre con una suerte de telón al fondo, en el que de manera poética surgen imágenes evocadoras para finalizar con las gradas de un auditorio lleno de rostros famosos —Marilyn Monroe, John Kennedy, Jesucristo, Lenin...— en una suerte de juicio universal (El País).